Ruskin y Morris en el Cementerio Inglés
Casi al mismo tiempo en que el cónsul William Mark conseguía con gran esfuerzo y dedicación construir el Cementerio Inglés de Málaga, nacía en Inglaterra un niño, William Morris, que con el paso del tiempo se convertiría en el revolucionario de las artes y oficios, inspirado no solo en su prodigiosa y desbordante fantasía, sino también, en la obra literaria de otro revolucionario, John Ruskin, que cambió el concepto de lo que debía ser el arte, mientras en Westminster, Victoria era coronada reina, dando paso a la etapa más brillante y floreciente del conjunto de la historia de la Gran Bretaña, según la mayoría de historiadores y estudiosos sostendrían. Pero no pensarían lo mismo ni Morris, ni Ruskin, que tenían muchos puntos en común, a pesar de la diferencia de edad que los separaba, uno de los cuales era su absoluto aborrecimiento a la vida moderna, a la alienación por el trabajo, a la esclavitud industrial, mínimamente retribuida y asfixiantemente vivida, a la fabricación en serie y a la falta de amor al trabajo diario. Una amalgama de ideas utópicas de brillantísima recopilación, que iba desde San Agustín y Dante a Marx, pasando por el mundo gótico, la Utopía y la rectitud vital de Tomás Moro y el concepto del anglo catolicismo, que pocos años después recogería el no menos brillante John Henry Newman, que pasó de párroco anglicano a cardenal de la Iglesia de Roma y santo. Inspirando todo aquel brillantísimo movimiento y como espejo de honor, hidalguía, nobleza, caballerosidad, esfuerzo de carácter sagrado y grandeza de alma, aparecía el mítico Rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda, los Lancelot, Gallahad, Tristán, Gawain y demás paladines puros, que iban a la busca del Santo Grial, el cáliz de la última cena, como ejemplo de lucha por un ideal, que arrancaba de los mismos labios de Cristo.
Ruskin amaba profundamente las piedras de Venecia y los grabados de Piranesi, de espacios ruinosos de la desolada Roma antigua y poblada de gatos, hasta las cárceles imaginarias, cruzadas por grandes escaleras helicoidales que a ningún sitio conducían, salvo a Borges, que hoy lucen en una pequeña, pero bellísima exposición en el Thyssen de Málaga. Tomó como inspiración el mundo gótico, como igualmente haría Morris, plasmación en una amplia gama de manifestaciones artísticas, desde la arquitectura a la pintura de los prerrafaelitas, las sagas de Islandia, pasando por los tapices y muebles, que se inspiraban en aquel mundo soñado de Camelot. El mundo de los caballeros, que amaban en silencio a la Reina Ginebra y cuyas bruñidas armaduras parecen resonar en la colorida belleza del tapiz que el propio Morris bordó, al arrodillarse ante el descubrimiento del Grial, con los ojos ardientes ante la contemplación de la Divinidad, después de un largo camino iniciático plagado de dragones, magos y encantamientos.
Este es el mundo de Ruskin y Morris, de los Prerrafaelitas, el mundo en el que sus mentes se inspiran para rechazar las sórdidas ciudades industriales de la Inglaterra victoriana, de los niños esclavizados en las fábricas de Manchester y Liverpool, de los Oliver Twist y David Copperfield, el mundo de la pobreza para los pobres, el mundo que construye espléndidos edificios y franelas de suave textura en los talleres textiles de los que no se sale sino para morir. Por eso llega el momento en que casi todos ellos abandonan la religión, a pesar de haber estado a punto de ser pastores de almas anglicanas, y se convierten en socialistas revolucionarios a su manera, porque cuando construyen la «Red House» deciden diseñar y construir sus propios muebles de inspiración artúrica, porque aquel espacio no podía ser mancillado por los muebles en serie, antecedentes de Ikea, ni por las telas de lo que sería algo así como Mark & Spencer. Belleza, artesanía pura, trabajo a la vez colectivo y personalizado, creación de piezas cuyo esfuerzo al diseñarlas, trabajarlas y producirlas originan la satisfacción personal del arte construido con las propias manos, una vez destruida la distinción entre artes mayores y menores. Solamente existe el arte, porque para Morris una obra de arte es algo bien hecho, sin más. Y no solo por el disfrute en el trabajo manual, como por la calidad del buen trabajo artesanal. Si Morris y antes Ruskin vuelven su mirada al mundo gótico es porque es imperfecto por ser artesanal y por tanto profundamente humano y solo las piezas seriadas producidas industrialmente llevan a la fría perfección de la igualdad infinita. Aún cuando muy pronto cayeran en la cuenta de que la producción manual resultaba mucho más cara, porque sus papeles y telas eran casi imperecederos. No se trataba de consumir para producir más, pero el círculo vicioso se cerraba cuando resultaba que la belleza así concebida, solo estaba al alcance de los ricos. Morris era un excelente pedagogo en las múltiples facetas que su arte abarcaba y aun hoy, cualquier diseñador tiene como sueño hacer algo tan revolucionario como un sillón Morris.
¿Y qué tiene que ver todo esto con el soñado «Camelot» del Cementerio Inglés de Málaga? Pues tiene tanto que ver que hay momentos, leyendo a Morris, o a Ruskin, que sus palabras parecen haber sido escritas para conocer cómo enfrentar la situación de abandono y destrucción en que éste se encuentra. Hacia los años setenta del siglo XIX, Morris lidera una campaña para salvar los edificios históricos de los restauradores neogóticos, que empiezan a parchear las abadías y castillos destruidos por el paso del tiempo, desde el latrocinio llevado a cabo por Enrique VIII cuando la Reforma. Empeñados en llevar a cabo una reinvención de lo destruido, a base de materiales nuevos, recreando una especie de estado de perfección gótica, que tampoco nunca había existido. Con ello despojaban a catedrales e iglesias de su propia esencia histórica. Ellos sabían bien que las catedrales góticas no habían sido hechas por arquitectos, sino por maestros canteros, que conocían el secreto de cortar la piedra. «No tenemos derecho a tocarlos. No son nuestros. Pertenecen, en parte, a aquellos que los construyeron y, en parte, a los que nos sucederán». Morris, siguiendo a Ruskin, veía la Tierra y sus monumentos como un tesoro que había que proteger y custodiar, pero no inventar. Estas ideas llegaron a su culminación cuando con motivo del intento de reconstrucción de una abadía destruida, creó la Sociedad para la Protección de los Edificios Antiguos. Es decir, protección, custodia, mantenimiento y reparación, sí. Reconstrucción e invención, no. En definitiva, falsificación no. Estas ideas pueden parecer muy radicales hoy en día, pero se trataba de evitar lo que ellos llamaban «raspaduras», es decir, la inclusión de elementos que nunca habían estado incorporados a ese monumento, aunque también se opuso a la eliminación de las partes de los edificios religiosos posteriores a la Reforma. Los edificios antiguos tenían una vida propia, larga y variada y la mejor forma de preservar la vida de un monumento era manteniéndolo tal cual era, llevando a cabo solamente las reparaciones necesarias. «Las personas que deben llevar a cabo el cuidado de los monumentos, deben hacerlo mediante la protección, no la restauración; para que ahuyenten la degradación mediante el cuidado diario, reparando un muro endeble o arreglando un tejado con goteras con los medios adecuados para sostener, o cubrir, sin fingir hacer arte y negándose a desfigurar sus adornos, o su estructura». Y este mismo criterio aplicaba al medio natural, negándose a que un bosque fuera convertido en un jardín de diseño, instando a devolver a la tierra la belleza natural, «que estamos tan avergonzados de haberle arrebatado». Un ecologista con ciento cincuenta años de antelación.
A pesar de la infatigable labor de limpieza, desbroce, reparación, agotador esfuerzo llevado a cabo por los voluntarios del Cementerio Inglés, empleando su tiempo gratuitamente los sábados por la mañana, la situación no es precisamente halagüeña, ni siquiera presentable. La labor de salvaje vandalismo llevada a cabo consciente y deliberadamente por bandas de jóvenes «con derecho a divertirse», que a lo mejor son personas casi normales cuando no están saciados de drogas o alcohol, en la parte trasera del cementerio, aprovechando el derrumbe de un muro por un corrimiento de tierras en una de las frecuentes riadas malagueñas, es realmente pavorosa. Cruces de mármol partidas, o verjas de hierro arrancadas, lápidas con esas bellísimas inscripciones de los cementerios anglosajones arrancadas de cuajo, «In beloved memory…» y uno contempla con el corazón arrasado la cruz celta que adornaba la bellísima y enternecedora tumba de Violette – la niña que vivió lo que viven las violetas, apenas un mes, «ce que vivent les violettes»- de la que María Victoria Atencia escribió unos bellísimos versos, partida y arrojada al suelo por un ser tan desalmado, como los criminales que agreden a sus hijos. Destruir un símbolo de amor de esa intensidad no se diferencia mucho de matar al amor.
«Porque te fue negado
el tiempo de la dicha
tu corazón descansa
tan ajeno a las rosas».
Con el espíritu de William Morris hay que llevar a cabo la reparación de lo destruido en el cementerio. Reparando, no inventando o desfigurando muros con falsos soportes, o construyendo brocales de pozos inexistentes con anterioridad. Con absoluto respeto, con el dulce mimo hacia las vidas frágiles, reponiendo las plantas con criterio histórico, no historicista, ni los mausoleos con mentalidad conservacionista a ultranza. Una cosa es limpiar y adecentar y cuidar y otra fregar las lápidas con detergente. El romanticismo y la decadencia, que como siempre digo son una forma de ser y es la del Cementerio Inglés, han de ser mantenidos. El arrullo de la brisa de la tarde que trae vaharadas de damas de noche y jazmines no puede ser perturbado. La quietud del descanso de los muertos una noche de luna tiene que ser salvaguardada. Y conseguir que amemos aquel lugar con el mismo amor con el que, el ángel de la estrella en la frente abraza la cruz, en el mausoleo de Annie Plews. Allí están nuestras raíces y nuestras referencias. Que también han de ser reparadas, no reconstruidas. Y a la caída de la tarde, como hombres ricos en virtud, dedicarnos al estudio de la belleza en la paz de nuestros hogares.