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Qué pena, pena…

Qué pena, pena...

A Berta Gonzalez de Vega y Pablo Paniagua. Si la aristocrática elegancia de Rafael de León pasara en la actualidad por delante del supermercado de juguetes, que ocupa la fachada de la casona de la calle de Gracia en la que nacieron las hijas de doña María Manuela… «tiene dos hijas, una se llama Eugenia y otra Francisca…», sin duda que borraría esos versos de su copla ‘Eugenia de Montijo’ y se volvería entre lágrimas a su tumba. O se presentaría en el Ayuntamiento de Granada a pedir explicaciones a dos concejales que pelean por ser alcalde, alegando razones de mejor derecho, mientras la basura, las pintadas y el abandono visten de harapos y decrepitud a la en otros tiempos deslumbrante ciudad del Darro. La placa que proclama que allí nació la Emperatriz ya era ilegible en los lejanos tiempos de la Facultad de Derecho. Pero la sensación de decadencia de una de las más hermosas ciudades de Europa se ha hecho fuerte en el lugar donde pasé los cinco años más felices de mi vida, a la que llegué llorando de tristeza y salí llorando de pena. La una por llegar y la otra por abandonarla.

En estos extraños tiempos adocenados y bancarios, en los que tienes que traducir del catalán al español el texto de la página de tu cuenta corriente y en los que te obligan a pulsar un número, si llamas a cualquiera de las compañías suministradoras de gas, teléfono, o electricidad, para poder ser atendido en la fabla aldeana en la que te trajeron al mundo, en el que la gente no viste ropas sino trapos, y en los que parece que hay quien cree que hay que ser un esperpento, para ser libres e independientes, una figura como Eugenia de Montijo, que hizo de la belleza y la elegancia el leit motiv de su vida, resulta anacrónica y carente de sentido. Por eso escribo de ella.

Doña María Manuela Kirkpatrick, aristócrata, cargada de grande e históricos apellidos y títulos… «que de casamientos tiene mucha escuela…», malagueña de pro, como hija de un bodeguero escocés inmigrado, trajo al mundo a dos bellezas, de su matrimonio con el conde de Teba, Paca, a la que casó con el duque de Alba y Eugenia, a la que no paró hasta llevarla al altar mayor de Notre Dame del brazo de Napoleón III, sobrino nieto del Gran Corso, e hijo de Hortensia de Beauharnais. Cuando el Emperador le había dicho en una terraza de las Tullerías que «cómo podría llegar hasta ella», Eugenia le contestó con la gracia altanera española, «por la capilla, Sire, por la capilla…». Así se cumplieron profecías y adivinaciones calés, qué pena, pena…

Pero es que además, Eugenia de Montijo no tuvo nada de anacrónica, ni fuera de lugar. Hija de militar, afrancesado y masón, que tuvo que abandonar España con José I, fue una mujer católica, pero avanzada, abierta, reformadora, que regaló el inmenso capital de su dote a la beneficencia de París, que jugó un papel fundamental en la política de Francia, de la que fue dos veces Regente, que impulsó, junto con el Emperador la construcción del Nuevo París de la mano del barón Haussmann, después de que Violette le Duc hubiera colocado la aguja de Notre Dame, que cayó cuando el incendio de la Catedral en la Semana Santa de 2019 y, sobre todo, que fue la impulsora del Canal de Suez, obra de su primo Ferdinand de Lesseps, diplomático e ingeniero, cónsul en Málaga, que en nuestra particular idiosincrasia surrealista, le puso su nombre a una calle sin salida.

Eugenia que creó un estilo de vivir, una nueva moda, que creó el estilo ampuloso, recargado, «pompier», del Segundo Imperio, que adoró, que enfatizó la nueva arquitectura en la deslumbrante belleza de la Ópera Garnier, que inspiró a Mérimée para Carmen y la opera de Bizet. Que impulsó a Louis Pasteur en su lucha contra la rabia. Desde adolescente fue amiga de Don Juan Valera, pero también de Stendhal en París, impulsó las primeras grandes casas de alta costura de Francia, con la creación del sombrero Eugenie, que hasta Greta Garbo luciría en una película en los treinta del pasado siglo, o como Jean Patou, o Paquin, en la que muchos años después ejercería como modelo la gran Ana de Pombo, que paseaba por la Marbella de los sesenta del siglo XX grandes pamelas de paja, como las de la Emperatriz, atadas con lazos de seda y flores naturales en el ala, Eugenia amiga de la Princesa Beatriz de Battemberg, que pasaba largas temporadas en nuestro Hotel Miramar, mientras Eugenia navegaba por el Mediterráneo en su yate El Águila , e inventaba Biarritz como el lugar de veraneo más chic de Europa, cuando el Emperador le construyó el palacio con planta de E, y que hoy continua siendo uno de los más refinados lugares de manteles de hilo, porcelana de Limoges, cristalería de Bohemia y cubertería de plata…denostado, despreciado y vilipendiado estilo Segundo Imperio, que no fue ensalzado y glorificado hasta la reivindicación que llevó a cabo la gran exposición de París , cuando se alzaron en triunfo LÓrangerie y el Jeau de Paume y el Museo D’Orsay…París no sería París sin Eugenia, cuando Haussmann impuso similar altura para los edificios de las grandes avenidas, y el jardín de la Tullerías, que sustituiría al incendiado por las masas revolucionarias, que también estuvieron a punto de incendiar el Louvre. En salvajismo, destrucción y sangre también nos supera la pretendida dulce Francia, desde Juana de Arco en la hoguera, la noche de San Bartolomé, con el asesinato colectivo de los hugonotes, el Terror de la Revolución, la decapitación de Luis XVI, la revolución de 1948, la Comuna, el colaboracionismo con los nazis…en fin, que hay miseria para dar y repartir.

Hay un momento especialmente lacerante en la atormentada vida de Eugenia. Cuando después de ser derrocado el Emperador en Sedán en la guerra franco-prusiana, después de sus múltiples infidelidades, después de varios hijos fuera del matrimonio, después de dos abortos y el nacimiento de Luis Napoleón, el Príncipe Imperial, hermoso, culto y elegante, ya en el exilio en Inglaterra, en la que Eugenia siempre se sintió en casa, el hijo de veintitrés años decide enrolarse en el ejército británico para aprender a luchar y sobrevivir lejos de las faldas de Eugenia. Parte hacia África en la guerra con los zulúes. Nunca regresará, traspasado su joven cuerpo por las lanzas tribales, que honraron su heroísmo dejando su ensangrentado cuerpo en la selva, con el respeto de su uniforme y sus condecoraciones. El honor de las antiguas leyendas.

Recuerdo como un sueño un viaje a París con mis padres y toda mi familia en el Hotel Majestic hace muchos años. Paseando por el Boulevard Haussmann, le contaba a mi madre estas historias, mientras mantengo en mi cerebro su olor a colonia de Worth, el perfume que siempre usaba hasta que dejaron de venderla en España y le traje un frasco de Nueva York poco antes de que muriera. Después lo arrojé a la basura, porque su presencia constante me hacía llorar en la soledad de la casa del Monte de Sancha. El dolor de la persistencia de los olores.

Eugenia se vistió de luto riguroso cuando murió su hijo. Jamás volvió a lucir joyas, ni a vestir de otro color que no fuera el negro. Ni a poner jazmines en su pelo, ya no habría más retratos deslumbrantes de Winterhalter, cuyas modelos favoritas siempre fueron Elizabeth de Austria y Eugenia de Montijo. Viuda, sin hijos, sin su hermana Paca, sola en la casa de Farnborough, muy acompañada por nuestra Reina Victoria Eugenia, cuando era Ena de Battemberg y a la que regaló las famosas esmeraldas colombianas con las que se fabricó el fastuoso aderezo, que después hubo que vender en el exilio y hoy es propiedad de una millonaria libanesa…

La Emperatriz volvió a Madrid, a casa de sus sobrinos, los Alba, en Liria y algunas mañanas se veía a una anciana de noventa años paseando su soledad por el Parque del Oeste, al que a veces me dirigía cuando vivía en el Colegio Mayor Argentino, intentando encontrar algún rastro de Eugenia, quizás un cierto aroma a Worth…pero fue inútil, porque el viento de la Historia había aventado su recuerdo. Eugenia pasearía pensando en sus muchos fracasos personales y políticos, como el fusilamiento de Maximiliano en México, cuando soñó con imponer monarquías católicas en Hispanoamérica, que hiciesen frente al instinto invasor protestante de los grandes vecinos del norte, un sueño visionario, mal ejecutado, aunque no disparatado, si pensamos en el Imperio de Brasil de los Braganza.

Eugenia nunca fue amada por los franceses. De hecho llegó a ser odiada como María Antonieta, de la que lució el velo de novia y la tiara de boda y a la que siempre intentó reivindicar su memoria. Pero cuando con la inigualable elegancia española, cuando España dice «aquí estoy yo» a la entrada de Notre Dame, se giró hacia el pueblo en silencio y realizó la más perfecta reverencia de corte que Francia había contemplado, el pueblo no pudo sino estallar en aclamaciones. No es Francia un país que sepa acoger con agrado, ni agradecimiento, ni educación a los genios que aunque residan allí, se sienten profundamente nacionales de sus países de nacimiento. Salvo si, como en el caso de Picasso, entrega al Estado Francés su gigantesca colección de obras. Entonces hacen lo imposible por considerarlos propios. Pero les guste, o no, Eugenia de Montijo es la creadora de la industria del lujo en Francia y la artífice del Gran París. Y la que fue a Egipto, como una nueva Cleopatra, bella, elegante, deslumbrante y poliglota a surcar sola el Canal en El Águila, seguida de las embarcaciones imperiales y reales de las testas coronadas europeas, encabezadas por Francisco José de Austria y acabada la comitiva por el Jedive Ismail de Egipto, que guardaba en el silencio de su corazón el amor oculto hacia aquella fascinante mujer. Aida vendría después.

Y otra fascinante mujer, Concha Piquer, también inteligente, elegante, con un timbre voz cristalino y amante de las joyas, como Eugenia, ha mantenido vivo su recuerdo durante décadas. El recuerdo que persiste en mi mente desde la primera vez en que siendo niño, me llevaron a verla al Teatro de la Zarzuela de Madrid.

Eugenia de Montijo,

Qué pena, pena,

Que te vayas de España

Para ser reina.

Por las lises de Francia,

Granada dejas

Y las aguas del Darro por las

del Sena.

Ahora ustedes dos, señores concejales del Ayuntamiento de Granada, pueden seguir su miserable e inoportuna discusión.

Mariano Vergara

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