Profunda inmensidad
Cualquier intento de sintetizar lo que ha venido en llamarse el alma rusa no puede prescindir de los dos términos que encabezan estas líneas. Y tampoco es casual que no se aplique el término alma a cualquier pueblo. No se habla, obviamente, del alma inglesa, ni siquiera de la italiana, o de la francesa. Y se habla del Volkgeist alemán, que no es de ninguna forma, una definición de alma. Pero sí se habla del alma española, del alma de España. Y de la rusa, de la Santa Rusia. Y de profundidad en sentido vertical y de inconmensurable extensión en sentido horizontal, conformando con ello la cruz ortodoxa eternamente presente en el arte ruso, incluido el contemporáneo. Y en el español, hasta en Tàpies. Y mucha de la influencia externa en la música rusa llega de la lejana España, casi en la misma época en que, como señala un grabado de época, los zancos en que se apoyaba Napoleón en las estepas rusas y en la planicie castellana caen simultáneamente, ocasionando el desplome del imperio corso – en cualquiera de sus acepciones – aunque la gloria se la lleve la rapaz Inglaterra en Waterloo, además de la colección de cuadros que hoy componen la sala española en la National Gallery. Sin la guerra popular, las guerrillas, la defensa del suelo patrio por rusos y españoles, con el mismo sentido colectivo de sentirse asaltados en sus hogares humildes y pobres, sin la convicción de estar defendiendo lo que para ellos constituía algo sagrado, es difícil conjeturar qué hubiera sucedido con el Gran Corso, ahora sometido a juicio de corrección política en Francia, olvidando que, a pesar de su insensata violencia, él creó el concepto de nación, del que tan justamente ellos se jactan.
El feliz anuncio de la permanencia del Museo Ruso en Málaga coincide con la brillante muestra de tres exposiciones que no casualmente toma el nombre de ‘Guerra y paz’ en sentido genérico, ya que a ella se añade una deliciosa exhibición de dibujos dedicados a Tolstoi, el moldeador genial de la forma rusa de entender la vida y otra muestra grandiosa de Iván Aivazovsky dedicada al mar. Todo ello unido conforma un conjunto deslumbrante de las constantes vitales rusas, la guerra, siempre presente en la historia colectiva rusa, el espiritualismo y la humana bondad de Tolstoi y la búsqueda de una salida al mar de un gigantesco país que se encuentra apresado al norte por los hielos perpetuos del Ártico, al este por la lejanía transiberiana, al sur por el mundo chino, himalayo y afgano y más al oeste por los estrechos turcos y Europa occidental. De ahí nace la genialidad de Pedro I de construir San Petersburgo. El ansia de mar abierto siempre presente en la vida de la Rusia Imperial, mientras Tolstoi creaba un mundo idílico, sencillo, pero profundamente espiritual en su hacienda de Yásnaia Poliana, con esa belleza de los términos esdrújulos del idioma ruso, extrañamente parecido en su belleza a las esdrújulas españolas, como «pájaro oropéndola», que en su eufonía semejan el alto volar de un ave.
Tuve mi primer contacto con Tolstoi y con Rusia siendo un adolescente de quince años, el día que encontré en la biblioteca de mi padre un libro, que aún conservo, Infancia y adolescencia, escrito por un tal León Tolstoi, del que todo desconocimiento me era familiar. En la página para dedicatoria, mi padre había escrito en 1944 en Granada «Un recuerdo es un tesoro. Yo tengo un tesoro, tu recuerdo» y su elegante firma. Después me sumergí en el mundo de la guerra y la paz y en el de Anna Karenina, obras que uno hubiera deseado no haber leído, para volver a empezar y dejar transcurrir lentamente las tardes melancólicas de verano, como este que ha llegado sin avisar, con el viento de poniente lanzando pelusas de los plátanos de Indias del Limonar a los ojos enrojecidos.
Tolstoi, como dijera Pushkin, es el mundo. Un mundo en forma de vigoroso anciano, barbado, como un monje antiguo de Nóvgorod, presentado como un campesino que lee tumbado en la fresca hierba por el lápiz prodigioso de ese ucraniano genial, que era Ilia Repin, tan parecido físicamente en su faz agitanada a un Bécquer de ojos brillantes por la fiebre romántica.
Parece como si la gente se hubiera acostumbrado a no salir y que un toque de queda espiritual, un confinamiento interior, una especie de modorra desalmada les hace sentir seguros en el cobijo de sus hogares. Es maravilloso deambular en solitario por las espaciosas salas del museo, sin que nadie te moleste, sin cometarios espeluznantes de viejos comunistas, sin explicaciones avisadas por parte «del culto de la familia», es delicioso y a la vez sobrecogedor, escuchar mentalmente la sinfonía Leningrado compuesta por Shostakovich para cantar – o no – el espantoso, hasta el canibalismo, cerco nazi de la vieja San Petersburgo, contemplando los grandiosos cuadros de la Gran Guerra Patria, como se denomina oficialmente a la II Guerra Mundial en Rusia, o los atroces desmanes napoleónicos después de Borodino, mientras uno sueña con oír los cañones y campanas del Moscú resucitado de la Obertura 1812 de Tchaikovsky. Pensando en la belleza extensa de la explanada delante del museo, en cierta ocasión expuse a altos jerarcas hispanos y rusos la posibilidad grandiosa de interpretar ambas obras en una noche de verano, haciendo sonar las campanas de las iglesias de la ciudad y utilizando los cañones de los admirables y animosos componentes del grupo de Teodoro Reding. Les encantó la idea, pero fuime y no hubo nada.
Rusia siempre ha utilizado el inmenso suelo patrio y el helador invierno como armas de defensa para todas las agresiones que ha sufrido en su historia. Retirada y tierra quemada hasta Moscú, dejando penetrar a los bandidos teutones o francos, para después arrasarlos con ferocidad asiática. La misma que muestran algunos cuadros de exótica belleza, de tártaros y uzbekos, de escitas y eslavos en escenas que traen a nuestra memoria las grandes películas del pasado, en las que los movimientos de masas eran reales y no estúpidos muñecos de ordenadores. Aquellas joyas de Taras Bulba, Atila, Miguel Strogoff, el correo del zar, Andrei Rubliev…qué fue de todo aquello, nada quedaría, si los grandes paisajistas rusos no los hubieran recogido en cuadros de veinte metros cuadrados. Y suenan y resuenan las campanas de los monasterios y las catedrales de San Basilio y de la Virgen de Kazán de la Plaza Roja y la torre Spasskaya se alza en la muralla del Kremlin, más orgullosa que nunca, contemplada desde mi habitación del Hotel Ukraina, al otro lado del ancho río Moscova, mientras Miguel Angel Piédrola tocaba Granada en el piano del hall ante el jolgorio de los huéspedes, o espías.
Ahora voy a despedirme de alguien. Y me lo van a permitir. Yo tenía un amigo invisible. Paco Rodríguez Pedroso. Este mundo incomprensible y misterioso de internet parece que tiene alma, como el ordenador de 2001, una odisea del espacio. Paco y yo nos hicimos amigos gracias a estos artículos de los domingos. Le gustaban tanto, que se puso en contacto conmigo, gracias a mi primo José Luis Vergara, y empezó a ordenarlos y clasificarlos. Cada domingo me enviaba una razonada y siempre exagerada crítica elogiosa. Nunca nos vimos, porque la peste china nos impidió encontrarnos. Era un sevillano fino, pero vivía en Córdoba. Siendo marino mercante no tenía mucho sentido, aunque era tan culto y sabía tanto, que quizás era un almadrabero inmortal de los que bajaban los troncos por el Guadalquivir desde Cazorla para construir el techo de la Mezquita en tiempos de los Omeyas. Nunca pudimos hablar porque le faltaba una cuerda bucal. Pero la amistad creció entre nosotros y en su condición de jubilado, me enviaba música desde Glenn Miller hasta Cecilia Bartoli a la que adoraba. A través de WhatsApp construimos una amistad. Sólida. Había recorrido el mundo en navegaciones constantes y vagando por la exposición, pensaba en las tempestades que habría sufrido, en las noches de luna en Constantinopla, en la novena ola. En la Creación en la que decía no creer. Este jueves sin previo aviso, como el verano, su corazón grande se ha parado. Su muerte me ha herido y sé que este domingo no recibiré un mensaje a las ocho de la mañana con el análisis pormenorizado de lo que a uno se le ocurre escribir las tardes de los viernes. Tampoco conozco a su mujer, ni a sus hijos. Desde aquí les envío un abrazo. Y a ti, Paco, buena singladura por los océanos celestiales. Ya habrás comprobado que estabas equivocado.