Monte de Sancha
“Pintor Sorolla/Miramar, paseo de Sancha/Limonar, paseo de Sancha/Monte de Sancha, paseo de Sancha/La Caleta, Avda. (sic)/Cementerio Inglés, paseo de Reding…” los elegantes nombres de las paradas de la línea 11 en las mañanas socialdemócratas del autobús se suceden en la voz monótona del sistema informático, con errores de pronunciación incluidos. Pero suenan tan hermosamente añejos e irreales, como las estaciones que atravesaba el Orient Express en su camino a Estambul. Soñolientos estudiantes cubiertas las cabezas con las capuchas de las sudaderas dormitan en sus asientos, otros lanzan mensajes criptográficos a la increíble velocidad que sus pulgares han adquirido con la absurda práctica de la comunicación silenciosa, una funcionaria despistada los imita en su desenfrenada carrera digital y un grupo de arcángeles nórdicos de ojos glaucos y pieles lechosas, hablan en un extraño idioma, puede que letón, o finlandés, a la espera de convertirse en focas en pocos años. ¡Qué extraño destino sebáceo tienen las gentes cercanas al círculo polar! Inmigrantes, jubilados, amas de casa, funcionarios. El silencio es tan civilizado, que uno se imagina que de pronto van a empezar a oírse las cadenciosas y señoriales notas de la Fantasía para un gentilhombre de Joaquín Rodrigo. En cambio, lo que de repente suena es un estridente móvil al compás de Manolo Escobar, que repite insistentemente “que viva España…” a estas horas de la mañana en las que medio país remolonea en su cama, en un sopor cercano a la muerte, desde que el COVID nos descubrió la cómoda mentira del teletrabajo. Y la voz aullantemente malagueña de una obesa de pelo mazorca desafía a su mascarilla y le explica a alguien ignorado desde la altura de sus chanclas, que hoy van a comer “cazuela de papas con armehas”. El Orient Exprés y sus multiétnicos pasajeros, o la ensoñación del mismo, desaparecen de repente en el aire acondicionado de la EMT.
Pero afortunadamente las cosas no siempre fueron así. No. Hubo un tiempo en el que la elegancia, el estilo y la buena educación no eran consustanciales con la holgazanería, o dulce no hacer nada. Hubo un tiempo en el que la merienda era un rito, aunque al autobús se le llamara “el camión”, pero no se gritaba de forma feroz. Y el Monte de Sancha era así. Cuando la Casa del Monte era un hotel con encanto antes de tiempo, los niños jugaban en “el solarillo”, que así le llamábamos, hasta que tío Curro Utrera lo vendió y un camión de verdad gigantesco trasladó las altas palmeras washingtonias, que aún hoy se balancean al viento de levante, a su nueva ubicación en la plaza de Torrijos. La casa de los Bolin fue sustituida por uno de los más airosos edificios de la Caleta, “Albacora”, de anchos aleros, que asemejan una pagoda y la hermosa boiserie que allí había fue trasladada al bar inglés del hotel Playa Santa Ana, que construyó Enrique Bolin. Hablar del Monte de Sancha implica hablar de Conchita Heredia y de mis abuelos y de Maruja Padilla y de la casa de los Such, y de los Rein y los Huidobro. De los Taillefer, de Paco Peñalosa y de Jaime Gross, mago del dry martini, eternamente sonriente en su alegría de vivir, puro en ristre. De los Miranda y su enorme casa de aire suizo, de Carmen la de los gatos y de Pedro el zapatero, que hacía unos preciosos mocasines de ante de diferentes colores y cuya posesión implicaba que uno había pasado la adolescencia y entraba en el mundo de los jóvenes. De las primas Oliva y de Carlos Sanchez de Lamadrid, que a su temprana muerte dejó un reguero de inteligente bondad y sabiduría jurídica. Y hablar de Salva y Helena, cuando llegaron a Monsa, Monte de Sancha 12, idealizada en el recuerdo de tantas familias como un lugar en el que siempre fuimos felices, cosa absolutamente incierta. Mientras un pequeño Pablo Alboran, recorría los domicilios vendiendo la primera ocurrencia de su vida creativa, en forma de un periódico que él mismo hacía, The Monsa Daily News, que después fue sustituido por pasteles, que él mismo creaba en la cocina de su casa. La creatividad en efervescencia desde la infancia. Era todo tan soñadamente hermoso en aquellos días…
Entre el paisaje humano que habitaba en el Monte durante algunos años de forma permanente y después en forma de frecuentes visitas a casa de Chica Gross ocupa un lugar de honor, Mercedes Formica, de una de cuyas novelas tomo el título. Posiblemente la mejor novela que se haya escrito sobre la guerra civil en Málaga. Mujeres cultas, inteligentes, decididas, implacables si había que serlo, elegantes y guapas de verdad. La belleza no está reñida con la inteligencia de ninguna manera, como creen hoy en día muchas atolondradas de pelo frito, o flequillo de hacha. El despiste de las actuales generaciones jóvenes sobre lo que sean la inteligencia y la belleza y, especialmente lo que es ser verdaderamente feminista, resulta realmente asombroso.
En el muy acertado y brillante proyecto del Área de Cultura del Ayuntamiento de Málaga de refrescar la memoria olvidada de los grandes personajes malagueños, o vinculados a nuestra ciudad, el caso de Mercedes Formica es especialmente significativo. Hace unos días se colocó una placa conmemorativa de la estancia de esta mujer en nuestra ciudad en la casa de sus amigos Benthem Gross. Hay que tener mucho cuidado con el tema de los homenajes, porque la cuestión no está en cumplir, como se decía antiguamente. Cada personaje requiere uno especial, con significado propio, según la obra, el ambiente, la forma de ser o el lugar que el homenajeado ocupaba en la sociedad. Los anfitriones de la casa habían preparado un sencillo refrigerio bajo los hermosos árboles en el jardín para todas las personas que habían acudido al mismo. Las cosas siempre se han hecho así en el Monte y hay que seguir haciéndolas de esa forma. Y si se quiere hacer las cosas bien, “comme il faut”, hay que hacer honor a ello y los que tengan que esperar en otro lugar, que esperen. Porque no se puede estar a la vez en diferentes sitios. Creo que me explico bien y de forma inteligible.
Mercedes Formica fue tan desdichada en la vida, como lo está siendo en la muerte. Después de un fugaz paso por Falange, que creo recordar que duró escasamente seis meses, quiso ser diplomática y no pudo por ser mujer. También quiso ser abogada del estado y tampoco pudo serlo por ser mujer. Se dedicó al ejercicio de la abogacía y, tras una larga lucha en la que tuvo el apoyo total de eminentes juristas de la época, de ABC, de publicación de artículos, de la revista Life, de periodistas españoles, europeos y norteamericanos, de conseguir incluso una entrevista personal con Franco, logró que se modificaran sesenta y seis artículos del Código Civil, que suponían el cambio más radical en el estatus político y civil de la mujer en España hasta la reforma de 1981. Se sustituyó el concepto de “casa del marido “por “hogar conyugal”, lo que suponía la posibilidad de quedarse con la casa en caso de separación. Desapareció el humillante concepto de “depósito de la mujer” en casa de sus padres, o en un convento en caso de separación. Se terminó el poder absoluto del marido para enajenar los bienes matrimoniales con su sola firma. Y las mujeres que contrajeran nuevo matrimonio, tras un largo proceso de nulidad, mantendrían la patria potestad en caso de nuevo matrimonio. Esto hoy puede parecer increíble, pero esa era la realidad de un hogar español en aquel tiempo. Y Mercedes Formica consiguió todo ello en pleno apogeo del franquismo, no hoy en día en la cómoda y muelle existencia de un ministerio absurdo. El problema de esta mujer libre es simplemente ese, ser libre. Ser libre no se acepta en España. Ni entonces, ni ahora. Porque aquí no hay más que blanco o negro. O con los míos, o contra mí. Y resulta que ella no es “una de las nuestras”, ni para unos, ni para otros.
La visión de Mercedes Formica caminando por el Monte de Sancha con Chica Gross, o en el jardín de Villa Suecia con Luli Gimenez – Reyna, o tomando café en el bar Flor con su hermana Margarita forma parte de la memoria colectiva de la Caleta. La memoria de lo visto y vivido que es difícilmente negable.
Mariano Vergara