En Antequera con Juan Ortega

Avanza por calle Estepa con la galanura de un torero, con el lento caminar que su concepción de la vida impregna todos sus actos, con el empaque de Don Fernando de Antequera entrando en la ciudad de la azucena antes de ser el rey. Despacio. Sin prisas. Son las doce de la mañana de un día de verano, el calor de Andalucía se hace notar a fondo, pero Juan, vestido como un torero tiene que andar siempre por la vida, con esa elegancia innata, la que no se aprende, sino que está inserta en sus huesos, no suda, no descompone el gesto, sonríe con ese aire un tanto soñador que siempre luce, abre sus brazos y me abraza. Los abrazos definen a las personas. El suyo no golpea la espalda repetidamente, es intenso, frágil, sincero, humano, el abrazo de una persona que de verdad se alegra de verlo a uno. El pórtico que da paso al patio columnado del Ayuntamiento parece también más idóneo que nunca, cuando Juan entra, se para, mira el alto ciprés de la esquina con su profunda mirada azul y parece como si el árbol comprendiera el amor con que lo mira. Ancha y altiva escalera de mármol con las yeserías, las cartelas y los faroles antequeranos, que parecen hechos de aire, porque el frágil cristal no muestra sino transparencia. El alcalde de la ciudad, Manuel Barón, lo recibe en su bellísimo despacho de azulejería, cordobanes y guadamecíes, en el que la solera de esta ciudad prodigiosa flota en el aire. Hace falta ser un señor cabal para recibir a un torero, que es la gran esperanza del sucesor del maestro Curro Romero, en estos tiempos infames de miseria intelectual y moral. Y Juan tiene plena conciencia de ello y los que lo acompañamos también. Especialmente Juan Carlos, su consejero áulico en las horas brillantes y en los días oscuros.

Firmas en el libro de honor de la ciudad, que no es cualquier ciudad. Patrimonio de la Humanidad, barroca hasta en sus entrañas, silenciosa, extrañamente castellana en sus palacios de mármoles romanos y sus paredes de ladrillos mudéjares. Paseamos hasta la plaza de toros, donde ese domingo triunfará clamorosamente, deambula por los corrales, recorre el círculo mágico, pisando su suelo, sopesando su estado y pensando si allí podrá hacer realidad esa verdad impoluta de que una verónica encierra la esencia del toreo. Capto con la cámara del móvil sus gestos, sus movimientos, camina entrecruzando las piernas, se asoma a la barrera, recojo un instante en que su mano parece agarrar el lateral del burladero. Las manos de Juan son anchas, sus dedos son nudosos pero tienen la fuerza de asir un capote que pesa cinco kilos con dos dedos y darle el aire de los delantales trianeros, con la gracia pajolera que cantara El Pali y la profundidad seria y cordobesa de su admirado Manolete.

Juan no es cualquier torero. Juan quiere ver el Museo. Caminando por las calles entre iglesias, palacios y conventos, le cuento cosas de aquel lugar mágico, flanqueado por cumbres enamoradas y montañas de formas embrujadas, le hablo de José Antonio Muñoz Rojas, de las cosas del campo, de cuando uno empieza a perder las gafas y pide al Señor misericordia, porque es la primera señal de la vejez. Cuando Juan escucha te mira a los ojos seriamente desde la profundidad de su mirada. En el Coso Viejo, Escalante le cuenta el significado del monumento al Infante, el calor arrecia, entramos al Palacio de Nájera y se produce el momento imposible de su encuentro con el Efebo, la bellísima figura en bronce de un chico de la Antikaria romana, cuyas manos, levemente alzadas, parecen esperar que alguien le entregue un capote. Juan se para frente a él. Veinte siglos los separan y sin embargo parecen dialogar. El Efebo tiene una herida en el costado producida por el asta de hierro del arado romano que lo encontró en el campo. Hay un silencio sobrecogedor en el ambiente. Y esto es algo profundamente emocionante, ahí está recogida la belleza lenta pero efímera de las verdades eternas, que conducen a la trascendencia. Luego en la Academia, se produce el encuentro de Juan con la imagen de Pedro Romero, rondeño grandioso, adaptado a su esquina antequerana y Juan se fija en el vestido goyesco y apunta mentalmente detalles. Juan, quizás el torero mejor vestido de hoy.

Paramos en una tasca a tomar una caña. Es un lugar hermoso, limpio, sencillo, lleno de fotos de toreros. Los dueños se hacen fotos con él y un turista antitaurino en chanclas, bermudas y camiseta se aparta de nosotros, como de un grupo de apestados, o de bárbaros, cuando su propia imagen es la quintaesencia de la barbarie. Qué tiempos en los que hay que demostrar la evidencia.

Por la tarde hay una charla en el Casino abarrotado, especialmente de chicos jóvenes, que parecen mostrar con ello su rebeldía, aunque en determinados ambientes serían llamados ”cayetanos”. Hace cuarenta años yo fui uno de esos ”cayetanos”. Y creo que se nota, de lo cual me alegro. Juan Ortega ha emprendido un camino de divulgación, de enseñanza, de predicación en lugares especialmente adecuados para ello, en donde la juventud y la cultura se aúnan, como en el mundo clásico. La Casa Natal de Picasso en Málaga. Desde la que salió vestido de torero, caminando para La Malagueta en una tarde de triunfo arrebatador, independientemente de los trofeos que cortara, que al fin y al cabo son despojos, que su maestro Curro Romero siempre arrojaba tan pronto podía con cara de asco. En el Colegio Mayor San Bartolomé y Santiago en Granada, el más antiguo de la ciudad fundado por Carlos V, un soberbio palacio renacentista, que lleva quinientos años albergando estudiantes. En el Casino de Antequera, donde un chico preguntó a Juan qué sentía toreando. Esperando que quizás el torero le respondiese algo especialmente elevado. La sinceridad de Juan solo contestó: “Miedo. Siento miedo”. Y el silencio se cortaba. Está resucitando el toreo?

Mariano Vergara Utrera

20 de septiembre de 2023